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  • Ediciones Mi mismo

UN ARGENTINO EN INDONESIA. Merapi. Crónica de la cima que no fue.



Nota de autor: Para este relato me refiero al Merapi como volcán y montaña; como el mismo elemento.

Comenzamos a subir el Merapi en grupo, por la madrugada, cargados de ilusión y seducidos por el desafío. La idea era llegar a la cima antes del amanecer para disfrutar la salida del sol. Pero no sólo se asciende por la madrugada por ver la salida de sol, sino también porque durante el día el sol puede derretirte. Una práctica que ni siquiera los locales la practican.

Un volcán con historia te pone a prueba en cuestiones de minutos, y supongo que un volcán sin historia, también. A muy pronto de comenzar el recorrido las piernas se me fueron cansando. Comencé a dudar de mí mismo, de si realmente estaba a la altura de las expectativas; pero en cuanto la montaña se pone más exigente y requiere de tu cuerpo más involucrado en ella, la cabeza deja de pensar un poco. Al llegar al primer puesto de descanso vi al grupo un tanto animado, me contagié y me di cuenta que podía lograrlo.

El segundo puesto estaba a otra hora de ascenso. Llegué con un leve dolor en la rodilla derecha. Comencé a darme cuenta que una montaña tan imponente no sólo pone a prueba tu psicología sino también tu cuerpo. Descansamos diez minutos y continuamos el camino. Senderos, rocas y un poco de maleza a mitad de altura. Luego el recorrido se pondría más seco, áspero, con menos vida.

Llegar al tercer puesto fue un tanto más duro. Durante este trayecto me volvieron las dudas. La lucha psicológica resurgió de las cenizas volcánicas. Comencé a dialogar con la montaña. Le decía al oído, suavecito, que no me iba a vencer, que no pensaba rendirme, que podía adelantarse si quisiera, que de todos modos nos íbamos a encontrar en la cima. Pero llegué al tercer y último puesto con el dolor en mi rodilla más intenso. El grupo notó mi cansancio. Intentaron animarme y lo consiguieron. Sólo quedaban cuarenta minutos. Cuatrocientos metros para llegar a la cima. Pero eran obviamente los cuatrocientos metros más difíciles, de pura pendiente. Descansamos quince minutos y había que seguir, o no llegaríamos a la salida de sol. Todo se volvía números y matemática en mi cabeza. Comimos algo de frutos secos. Nos hidratamos y continuamos.

Al subir los primeros metros la rodilla comenzó a decir basta. Mi mente decía que podía, estaba convencida de ello pero el cuerpo daba señales. Sentía como si una aguja atravesara mi rodilla de lado alado. Pronto tuve que aceptar la ayuda de una compañera de montaña que me ofreció uno de sus escaladores. Aun así, metro a metro fui quedando último en el grupo. Cada paso era un puñal en la rodilla hasta que no soporté más el dolor. La cima estaba a menos de cien metros. Pero no podía continuar. Le dije al grupo que siguiera sin mí. Me acomodé entre unas piedras resignado a la espera del amanecer para hacer al menos unas fotografías desde allí. Unos veinte minutos más tarde escuché el festejo orgásmico del grupo al llegar a la cima... Y fue ahí mismo, mi reflexión en soledad. Descubrí que haber subido esa montaña se asemejó al sexo. Desde sentirme seducido por una mujer imponente, trepar sus piernas, hacerlo en grupo, sentir el cansancio, las rodillas, controlar la energía, sudar como un condenado a muerte, debatirme entre continuar hasta caer rendido y humillado o retirarme a tiempo con dignidad. Y por supuesto llegar a la cima... la que no fue. Donde otros gozaban sus logrados gemidos mientras yo los escuchaba metros abajo.

Quedé ahí, entre rocas volcánicas, disfrutando de una salida de sol fantástica, inolvidable. Tal vez no fue la mujer indicada para un debut tan exigente, -pensé-. Pero entendí que trepar una montaña hasta cualquiera de sus puntos deja aprendizaje y eso no es metáfora -y concluí- Nunca más, pero nunca más, trepo una montaña. En cambio, apenas descienda voy a trepar las primeras piernas imponentes que me seduzcan. A esa cima aún llego.

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