Nota de autor: Para este relato me refiero al Merapi como volcán y montaña; como el mismo elemento.
Comenzamos a subir el Merapi en grupo, por la madrugada, cargados de ilusión y seducidos por el desafÃo. La idea era llegar a la cima antes del amanecer para disfrutar la salida del sol. Pero no sólo se asciende por la madrugada por ver la salida de sol, sino también porque durante el dÃa el sol puede derretirte. Una práctica que ni siquiera los locales la practican.
Un volcán con historia te pone a prueba en cuestiones de minutos, y supongo que un volcán sin historia, también. A muy pronto de comenzar el recorrido las piernas se me fueron cansando. Comencé a dudar de mà mismo, de si realmente estaba a la altura de las expectativas; pero en cuanto la montaña se pone más exigente y requiere de tu cuerpo más involucrado en ella, la cabeza deja de pensar un poco. Al llegar al primer puesto de descanso vi al grupo un tanto animado, me contagié y me di cuenta que podÃa lograrlo.
El segundo puesto estaba a otra hora de ascenso. Llegué con un leve dolor en la rodilla derecha. Comencé a darme cuenta que una montaña tan imponente no sólo pone a prueba tu psicologÃa sino también tu cuerpo. Descansamos diez minutos y continuamos el camino. Senderos, rocas y un poco de maleza a mitad de altura. Luego el recorrido se pondrÃa más seco, áspero, con menos vida.
Llegar al tercer puesto fue un tanto más duro. Durante este trayecto me volvieron las dudas. La lucha psicológica resurgió de las cenizas volcánicas. Comencé a dialogar con la montaña. Le decÃa al oÃdo, suavecito, que no me iba a vencer, que no pensaba rendirme, que podÃa adelantarse si quisiera, que de todos modos nos Ãbamos a encontrar en la cima. Pero llegué al tercer y último puesto con el dolor en mi rodilla más intenso. El grupo notó mi cansancio. Intentaron animarme y lo consiguieron. Sólo quedaban cuarenta minutos. Cuatrocientos metros para llegar a la cima. Pero eran obviamente los cuatrocientos metros más difÃciles, de pura pendiente. Descansamos quince minutos y habÃa que seguir, o no llegarÃamos a la salida de sol. Todo se volvÃa números y matemática en mi cabeza. Comimos algo de frutos secos. Nos hidratamos y continuamos.
Al subir los primeros metros la rodilla comenzó a decir basta. Mi mente decÃa que podÃa, estaba convencida de ello pero el cuerpo daba señales. SentÃa como si una aguja atravesara mi rodilla de lado alado. Pronto tuve que aceptar la ayuda de una compañera de montaña que me ofreció uno de sus escaladores. Aun asÃ, metro a metro fui quedando último en el grupo. Cada paso era un puñal en la rodilla hasta que no soporté más el dolor. La cima estaba a menos de cien metros. Pero no podÃa continuar. Le dije al grupo que siguiera sin mÃ. Me acomodé entre unas piedras resignado a la espera del amanecer para hacer al menos unas fotografÃas desde allÃ. Unos veinte minutos más tarde escuché el festejo orgásmico del grupo al llegar a la cima... Y fue ahà mismo, mi reflexión en soledad. Descubrà que haber subido esa montaña se asemejó al sexo. Desde sentirme seducido por una mujer imponente, trepar sus piernas, hacerlo en grupo, sentir el cansancio, las rodillas, controlar la energÃa, sudar como un condenado a muerte, debatirme entre continuar hasta caer rendido y humillado o retirarme a tiempo con dignidad. Y por supuesto llegar a la cima... la que no fue. Donde otros gozaban sus logrados gemidos mientras yo los escuchaba metros abajo.
Quedé ahÃ, entre rocas volcánicas, disfrutando de una salida de sol fantástica, inolvidable. Tal vez no fue la mujer indicada para un debut tan exigente, -pensé-. Pero entendà que trepar una montaña hasta cualquiera de sus puntos deja aprendizaje y eso no es metáfora -y concluÃ- Nunca más, pero nunca más, trepo una montaña. En cambio, apenas descienda voy a trepar las primeras piernas imponentes que me seduzcan. A esa cima aún llego.