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  • Ediciones Mi mismo

UN ARGENTINO EN INDONESIA. Un año es poco.

Actualizado: 7 may 2020

PRÓLOGO


Entre Septiembre del 2015 y Septiembre del 2016, tuve la oportunidad de estudiar en Jogjakarta, Indonesia, gracias a la beca Darmasiswa del Gobierno de ese país; lo que me permitió no sólo aprender una pequeña parte del inmenso arte tradicional indonesio -ya que un año es infinitamente poco- sino también, me permitió vivir todo tipo de experiencias en un país absolutamente distinto al que soy originario, donde todo me parecía exótico, a pesar del cliché.

Atravesar un idioma ajeno, disfrutar su música, sus danzas, probar nuevas comidas y modificar la dieta, incorporarse al ritmo de vida, captar el humor de la gente, su sencillez, su complejidad, sus varias religiones, sus costumbres, sus fiestas, conocer su cultura hasta donde pude y descubrirme disfrutando de algunas cosas, rechazando otras, y poniendo en jaque algunas propias de mi cultura, fue darme cuenta que mi interior estaba en movimiento. Y todo eso no hizo más que nutrirme. Una experiencia de esta intensidad no puede hacer otra cosa que modificar a cualquier persona y yo no fui la excepción.

En este pequeño libro, recopilo textos muy variados sobre ese año en Indonesia. Mezclando, como suelo hacer siempre, con un poco fantasía y ficción. No estoy seguro de que refleje la intensidad de mi experiencia. Pero algo, seguro que algo, habrá quedado en la transcripción.


 

Akira, el último Samurai.


Luego de viajar casi dos días en avión. Buenos Aires-España España-Estambul- Estabul- Yogyacarta. Me trasladaron al hotel donde recibían a todos los estudiantes universitarios de diferentes países. Durante la acreditación y de manera aleatoria me disponen a compartir la noche con un extraño. Sí, mi primera noche en Indonesia dormí con un extraño. Era amarillo y tenía los ojos estirados. Esos detalles no me asustaban. De hecho, lo hacían parecer dócil y sabio. Pero cuando desperté y lo vi vestido de Samuray y comenzar a dar golpes en el aire con una precisión inimaginable, fue sumamente terrorífico. Temí por mi vida e inclusive por la de mi familia, que estaba a miles de kilómetros de ahí. Sus golpes eran como los de Bruce Lee y rompían el aire provocando un ruido estridente en la habitación. “Habiendo estudiantes de todo el mundo, más de 80 hispanohablantes en el programa Darmasiswa -pensé- me tocó compartir habitación con un Samuray”... que para ese momento de la madrugada sudaba como un animal asesino. No comprendía si era parte de su entrenamiento o qué carajo estaba haciendo. Recorrí la habitación con la mirada en busca de las llaves y las vi sobre su mesa de luz. Intenté desplazarme lentamente hacia ella pero Akira, que estaba dándome la espalda, se detuvo. “Maldito Samuray -pensé- capaz de percibir el vuelo de una mosca”.

- ¿Qué intentas hacer? -me dijo- en un japonés agitado que obviamente no entendí, pero comprendí. Entonces agité mis alas lo más rápido posible para escapar por la ventana pero me lanzó un golpe de arte sagrado dándome con sus sandalias típicas samuray que me dejó “knockaut” sobre la cama hasta el día siguiente.

Diez horas más me pasé durmiendo, no sé si por el golpe o por el “jet lag” hasta que sonó el teléfono de la habitación avisando del breakfast, que fue la única palabra que pude traducir del acento inglés-indonesio del recepcionista del hotel, que salía del teléfono.

Por suerte desperté, porque tenía mucho hambre y muchas ganas de probar mi primer desayuno indonesio.


 

PRÓXIMO RELATO: Soy arroz.

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